un hombre, un árbol
El 1 de julio de 2020 moría, con 102 años, don Fernando Molina Rodríguez, el más sobresaliente Ingeniero Superior de Montes nacido en Asturias (en Pravia) y de los más importantes, de entre los españoles. Hermano del también provecto ingeniero, don Juan Jesús Molina Rodríguez (el periódico La Nueva España me permitió dedicarle unas letras al año de su fallecimiento, el día 16 de enero de 2018 (El hombre que compró Muniellos)).
A don Fernando quise hacerle un breve panegírico en vida, pero diversas circunstancias me impidieron acabar con una recopilación de datos para un pequeño currículum. Me equivoqué, pues si bien es cierto que en Asturias es una figura muy desconocida, no lo es en Galicia, donde desarrolló la mayor parte de su labor profesional, ni en otras regiones y otros países.
La televisión pública gallega le dedicó un bonito homenaje en el que se repasa esta trayectoria, además de haber disfrutado de homenajes varios realizados por distintas asociaciones del ámbito forestal.
Quien escribe, mantuvo una relación profesional con don Fernando durante casi veinte años, a través de la cual nos granjeamos cierto afecto, confianza y simpatía, o eso creo.
A Molina lo conocí cuando él ya había cumplido los 80. Ya de aquella, la gente le preguntaba qué había que hacer para conservarse tan bien, y, él, pensaba unos segundos y respondía: “Pues, mire, creo que comer poco”. Con 100 años se lo seguían preguntando y él acogía la pregunta como si fuera la primera vez que la oía.
Era un asceta, realmente. Cuando le acompañaba por el monte, de lo que menos se acordaba era de comer. Solía tener en el coche unos frutos secos y unas latas, no necesitaba más.
Y un estoico. Cuando ya era muy mayor y venía poco a Asturias, a veces le llamaba con alguna disculpa, o sin ella, y él, alguna vez contestaba: “Hombre, César, ¿llama usted para ver si aún estoy vivo?” Las últimas veces añadió: “Pues estoy a ver si aguanto y alcanzo a mi hermano Juan Jesús, que ya sabe usted que vivió 101 años”.
Indudablemente, aprendí con él muchísimo sobre gestión forestal: fui su alumno durante veinte años, pero, a medida que estos corrían, lo que aprendí, aún más importante, fue cómo se puede enfrentar la decrepitud, la muerte… y la vida.
Los propietarios forestales asturianos (y otros), que son herederos de una tradición agrícola y ganadera, trasladan a la arboricultura los ciclos de estas otras actividades, por lo que quieren, a toda costa, plantar y cortar, algo que, en muchas ocasiones, no puede ser. “Quen pranta un souto, pranta pra outro”, dicen en algunos lugares del Occidente de Asturias. La vida de un árbol, salvo la de unas pocas especies, no se ajusta a la del hombre. No es este, como decía Protágoras, “la medida de todas las cosas”.
Don Fernando plantó millones de árboles que no iba a cortar. Muchos de estos, no los cortarán ni sus hijos, y puede que ni sus nietos. De hecho, cuando hablaba de algunas plantaciones, añadía que eran para “los que vengan detrás”.
Cumplido el siglo de vida, quiso visitar algunos rodales por última vez. Los había plantado él, participando, incluso, materialmente, pero a sabiendas de que no los cortaría.
Sentía una pasión por los árboles contagiosa y, con toda naturalidad, a veces decía: “César, yo ya no lo voy a ver, pero acuérdese usted de mirar cómo van estos pinos aquí”, por ejemplo.
Se cuentan de él mil anécdotas, tanto de la prolongada época en la que dirigió la Escuela y Centro de Investigaciones de Lourizán como de su trato con los vecinos de los pueblos cercanos a donde él y su familia tenían propiedades. Yo mismo viví con él situaciones admirables, pero prefiero rescatar unas frases que repetía en su etapa de docente y que me contó un alumno.
A veces, divagando sobre la materia que estaba impartiendo, les decía a los alumnos algo así:
“Estudiar cuesta mucho. Mucho. A mí siempre me costó mucho. A otros no les costaba nada”. Y después de una larga pausa, tanto que parecía haber zanjado la exposición, añadía: “Pero todos aquellos a los que no les costaba nada, a nada llegaron”.
Fue un hombre que se adaptó perfectamente a todos los tiempos y a todas las normativas medioambientales, pese a que, a veces, como propietario, le limitaban la actividad.
En una ocasión, con motivo de una obra forestal que estaba realizando, me dijo: “Mire, César, a usted, que es algo ecologista [yo nunca le había dicho al respecto], le va a gustar esto que estoy haciendo: en algunos sitios donde no va a ir bien la planta, estoy dejando pequeños claros para favorecer al corzo. Ahora ya no existen los cotos privados, pero quién sabe si en un futuro sí y los que vengan detrás pueden vender unas cacerías y sacar otro provecho del monte”.
Ya ven que no pensaba en la inmediatez de lo que hacía, sino siempre a largo plazo, aunque fuera un plazo que lo excluía a él mismo.
Hasta que fue imposible hablar con él debido a su sordera, como les decía, le llamaba de vez en cuando. En los últimos años solo alcanzaba a cambiar, con dificultad, unos saludos, pero luego se lanzaba a contarme los proyectos que tenía, el precio internacional de la madera, lo que había observado en sus plantaciones más antiguas como inconveniente o conveniente. Hablaba él solo, como impartiendo una conferencia y, de vez en cuando, por si se había cortado la línea, hacía una pausa: “César, ¿me escucha todavía?”
El mundo forestal actual no está hecho para la concepción que tenía Fernando Molina pero, poco importa, porque él pensaba en un modelo forestal y ambiental futuro.
He de reconocer que, cuando lo conocí, no compartía su manera de trabajar. Acostumbrado al derroche de obras forestales fastuosas, no comprendía que él, un propietario forestal y una personalidad importante del sector, hiciera pistas estrechas, por ejemplo, o que en vez de hacer algo definitivo, como un badén, tuviera a una persona todos los años rehaciendo sangraderas. Pero, sin ser él un declarado ecologista y yo sí teniéndome por tal, me dio una explicación definitiva: “Mire, en el monte tiene que estar solo la gente imprescindible. Si se hace una pista ancha con entrada y salida, van a circular coches. Van a estar los cazadores medio año y va a pasar gente por atajar. Las pistas tienen que ser justas para que pase una autobomba, por si hay fuego, con apartaderos cada cierta distancia y, al final, un “volteadero “. De otra manera se facilita que esté gente que no tiene que estar y, además, se pierde superficie forestal”.
A veces, muchas, nos equivocamos. Yo lo hice al no haber escrito esto a tiempo, esperando recopilar unos méritos que ya tienen otros recopilados.
También se han equivocado, mucho más que yo, todos aquellos que, sabiendo de él, nunca han pedido su asesoramiento ni su opinión para planificar la gestión forestal asturiana.
En el reportaje que le dedicó la televisión galega, en una grabación doméstica dice, explicando ciertas cosas a otras personas, “En Asturias, mi tierra…”
A modo de despedida en ese homenaje, y que vale también para este laudatorio, le piden unas palabras y, lejos de decir algo relacionado con montes y plantaciones, viene a decir, simplemente, que “dedíquense a algo que les guste y sean felices con ello”.
Un hombre pequeño, enjuto, austero, pero enorme, don Fernando Molina.
César ALONSO GUZMÁN
Hay una reseña curricular de Don Fernando en Campo Galego, xornal dixital agrario.
Dejamos unas fotos que nos ha enviado César de Don Fernando Molina.